Decir la verdad. Un paso más libre y más confiable
Lo adultos no siempre decimos la verdad. Ya sea a través de mentiras piadosas, u otras que no lo son tanto, es un hecho inherente que a nadie le gusta. Pero ¿por qué lo hacemos?
Las razones pueden ser muchas y muy diversas: para eludir realidades que no nos agradan, para no hacer sufrir a los demás, por temor a ser rechazados,…
Y en el caso de los niños tampoco es tan diferente: para evitar el enfado de los mayores, para defender su inocencia, por temor a ser castigados,…
Sin embargo éstas pueden dañar y deteriorar las relaciones, así como romper la confianza, tan importante en todos los ámbitos de la vida, y en la convivencia en familia… La cuestión es ¿cómo podemos detectarlas y evitarlas?
Las mentiras son una estrategia útil para huir rápidamente del conflicto, aunque a la larga siempre se vuelven contra el que las dice.
Cuando un niño -o un adulto- miente, siempre hay que hacerse la pregunta “¿qué gana con ello?” para ver dónde se han originado la misma. A veces la respuesta es sencilla pero otras no es tan obvia. Aunque no todas las mentiras son iguales y también cuenta cuándo y por qué se dicen, además de si la persona es capaz de reconocerlas y disculparse ante su comportamiento.
Hay mentirosos que ocultan una muy baja autoestima y todas sus mentiras están enfocadas en crear un envoltorio sobre el personaje que desearían ser. El que se cuelga todas las medallas. En esos casos, más allá de reñir, hay que indagar los motivos de las mentiras e intentar que se sientan contentos en su piel y con sus circunstancias. Reforzar que son valiosos como son y que no deben envidiar a nadie ni inventarse que son o tienen tal o cual cosa porque no lo necesitan. Ser uno mismo es la mejor manera de vivir. En la que las palabras y los actos van de la mano y en donde te sientes cómodo porque te muestras tal y como eres. Estas mentiras seguramente no hacen daño a nadie pero sí que merman su confianza y la que los demás tienen en ellos, porque al final dejan de creer cualquier cosa que digan, incluso las que puedan ser verdad. Es fácil etiquetar al niño como “mentiroso” y esa va a ser una consecuencia peor a la imagen que tendría siendo lo que es, sin mentiras.
Luego pasamos a las mentiras que aprenden a decir para eludir responsabilidades, como hacer los deberes, ordenar, colaborar en las tareas de la casa… A veces las descubrimos o las podemos comprobar tan fácilmente que resulta sencillo desmontarlas. Debemos hacerles notar que no merece la pena mentir, que al final uno tiene que enfrentarse a aquello que está evitando y que con frecuencia esto suele ser más fácil de llevar a cabo de lo imaginado.
Al niño que miente debemos ayudarle a autorregularse -una mirada o un gesto para que pueda rectificar pueden ser una buena estrategia-. No se trata de ir poniendo castigos sino que vean que todo lo que hacen tiene consecuencias: si ha mentido para no hacer algo, tendrá que recuperarlo, de manera que el objetivo de la mentira no funcione.